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Tiger Woods celebra su triunfo en el Masters de Augusta 2019. Su quinta chaqueta verde.
Tiger Woods celebra su triunfo en el Masters de Augusta 2019. Su quinta chaqueta verde.
Agencia AFP

Los tres Masters de Tiger Woods

Tres torneos de maestros marcan la vida de uno de lo más grandes en la historial del golf. Tres grandes le faltan para ser el más exitoso.

El chico viste de pantalón negro y buzo rojo, una prenda que se antoja un poco grande para su menuda figura; al menos es más ancha que la extensión de sus hombros. Recoge las mangas de ese saco grande a la altura de los codos como para que no interrumpa ni incomode el agarre del palo. Faltan 132 yardas para llegar al hoyo y una horda de gente a su alrededor comenta, ríe, grita, intenta saltar el cerco de los hombres de seguridad. El chico no se desconcentra; solo se ríe y golpea la bola. Va camino de un récord absoluto y nada parece detenerlo en su andar.

La bola llega fuerte al green a unos cuantos metros del hoyo señalado con el número 18, en una bandera que revela que ese es el final del recorrido del campo de Augusta. La muchedumbre lo aplaude y grita su nombre. Él camina rápido y sonríe. Levanta una y otra vez su mano derecha en la que, como extensión, mueve sutilmente su gorra en señal de saludo y agradecimiento. Atraviesa todo el green para llegar a la bola, que en el golpe anterior ha pasado derecho. 

Lo observa al otro lado Constantino Rocca, un jugador italiano -el más brillante en la historia de su país hasta que apareció en la escena Francesco Molinari-, quien se apresura a tirar sus dos últimos putts para no interrumpir la fiesta del chico de buzo rojo y salir del escenario para que éste haga sus golpes sin ninguna interrupción. A Rocca su buzo también parece quedarle grande, sus hombros caen a lado y lado. Es cuestión de la moda del momento.

Tiger Woods tiene 21 años y está a punto de convertirse en una leyenda. En dos golpes será, no solamente el jugador más joven en ganar el Masters de Augusta, el torneo más importante del golf a nivel mundial, sino que lo hará por una diferencia de 12 golpes y tendrá el score más bajo de todos los tiempos en esa cancha: 18 golpes abajo del par. Se pasa un poco más de un metro, pero eso no va a dañar la fiesta. Rápidamente se acomoda para su segundo golpe y emboca. 

Todo es euforia a su alrededor; cierra el puño derecho con fuerza y lo agita en el aire, al tiempo que levanta su rodilla derecha en un gesto y una celebración que ya se le habían visto antes y que se convertirán en una imagen que se repetirá infinitas veces en el PGA Tour a lo largo de los años y que será la señal para determinar cuando las cosas le van bien al naciente ídolo del golf.

Se abraza al pelusa, su caddie, le palmotea el pecho y camina raudo hacia donde está Earl Woods, su padre, mentor y representante. Lo abraza, descansa su cabeza sobre los hombros del progenitor, brotan las primeras lágrimas. Pensaba que quien lo formó, quien lo impulsó a tomar por primera vez un palo de golf -a los ocho meses de nacido- no lo iba a poder acompañar en esta gesta, pues había sido sometido a una delicada operación: un bypass coronario apenas unas semanas atrás.

Pasa medio minuto, eterno para las cámaras de televisión, en que no para de llorar y su cara sigue sumergida sobre la humanidad de su padre. Éste trata de separarlo, entiende que es el momento de su hijo y lo importante que es la imagen, la televisión. Se sueltan y Tiger se funde en nuevo abrazo con Kutilda, su madre. Vuelve a su padre, se seca las lágrimas de su rostro con el dorso de su mano como un chiquillo. Éste lo mira con ternura, pero le habla al hombre, a la estrella del golf que comienza a surgir y lo conmina a que vaya a firmar su tarjeta. 

Minutos más tarde lucirá por primera vez la anhelada chaqueta verde, la misma que se pondrá por tres veces más antes de pensar que no volvería a jugar al golf. 

Es 1997 y Nick Faldo el ganador de 1996, se encarga de ponerle el blazer. Grande también. Veinte años después en exacto escenario, en la tradicional cena de los campeones, sería el mismo Faldo el encargado de escuchar una lacónica reflexión de Woods. 

Ahora es 2017 y Tiger ya ha sido el mejor del mundo, ha roto todos los récords, ha ganado 14 grandes torneos, ha visto la gloria y ha tocado fondo también; ha tenido excesos, se ha hecho operar en siete ocasiones por dolencias en sus rodillas y espalda. “Creo que ha llegado el fin” le dice Tiger a Nick, mirando al suelo, como un susurro, como un anuncio que no se quiere hacer, mientras trata de acomodarse en la silla para soportar un dolor que escasamente le deja caminar y a la vez que intenta controlar el temblor que produce en sus piernas el debilitamiento muscular.

Este domingo, dos años después de la confesión a Faldo y 22 años después de su primer gran triunfo Tiger Woods volvió a celebrar, volvió a apretar el puño y agitarlo al mismo tiempo que levantaba su rodilla. Pero además levantó ambos brazos en pose de victoria, con una sonrisa amplia que acompañó una mirada al cielo llena de brillo, como si fuera la primera vez. Y lo era, este domingo ganó el primer master de su segunda existencia, esa que comenzó el mismo día que pensó que nunca más estaría en una cancha para competir y mucho menos para ganar.

Salió a firmar su tarjeta y en el camino ya no estaba su padre ( murió en 2006), pero estaban su hijo- quien salió a su paso y se aferró a él, como cobrándose para sí esa victoria por que antes solamente había escuchado sobre las hazañas de su padre, pero nunca había visto una-  y su hija, quien no quería asistir porque el sábado había perdido un campeonato de fútbol y no tenía ánimos. Estaban también su madre y su novia. No hubo lagrimas, sólo felicidad; no hubo nostalgia, sólo saludos y miradas a su público, sólo gritos de “Tiger, Tiger” a su paso. Este domingo comenzó la nueva vida de Tiger, aquella que seguramente le llevará a romper el récord de 18 grandes ganados que aún está en manos de Jack Nicklaus. Sólo le quedan tres. La chaqueta verde, esta vez le ajustó, ya nada le queda grande.

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